Héctor Ortega Rangel
Agencia Reforma
Monterrey, NL 18 enero 2025.- A 100 años de su nacimiento, el 20 de enero de 1925, el escritor nicaragüense Ernesto Cardenal seguramente será recordado por la vida polémica y contrastante que llevó como poeta, activista, sacerdote y teólogo.
Una figura revolucionaria y combativa, que mereció nombramientos honoris causa en prestigiosas universidades, así como reconocimientos por sus actividades literarias y pacifistas.
Lo importante de este autor de personalidad agitada, que falleció el 1 de marzo del 2020, es que ahora quedan cerca de 40 títulos de poesía y cuatro libros de memorias, además de una considerable cantidad de ensayos políticos, culturales, religiosos que, aunados a correspondencia varia, abren un panorama de publicaciones impresionante de su obra.
En lo personal he decidido recordar a Cardenal en un momento muy preciso de su actividad literaria: me refiero al año de 1961 cuando publica en México sus ya memorables Epigramas, a la par de las traducciones que hiciera de Marcial, la referencia obligada del género epigramático en la antigua Roma, y de Catulo, el poeta de aquella época más leído en la actualidad.
Bajo la perspectiva de aquellas dos ediciones, no resulta osado entrever que Cardenal se entusiasmó a tal grado con los versos de Marcial y Catulo que no sólo tomó la iniciativa de traducirlos, sino también de incorporarlos a su propia existencia.
Vaya de ejemplo el siguiente pasaje, donde el orgullo herido del poeta se resuelve en un gesto de humildad conmovedor:
«Al perderte yo a ti tú y yo hemos perdido: / yo porque tú eras lo que yo más amaba / y tú porque yo era el que te amaba más. / Pero de nosotros dos tú pierdes más que yo: / porque yo podré amar a otras como te amaba a ti, / pero a ti no te amarán como te amaba yo».
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Para mediados de los 50, el joven Cardenal viaja a Estados Unidos y Italia, y de regreso en su natal Nicaragua toma sus primeras posiciones combativas para enfrentar a un régimen autoritario. En el Epitafio para la tumba de Adolfo Báez Bone, el coraje se trastoca no en una venganza de muerte, sino en una venganza de vida:
«Te mataron y no nos dijeron dónde enterraron tu cuerpo, / pero desde entonces todo el territorio nacional es tu sepulcro; / o más bien: en cada palmo del territorio nacional / en que no está tu cuerpo, tú resucitaste.
«Creyeron que te mataban con una orden de ¡fuego! / Creyeron que te enterraban / y lo que hacían era enterrar una semilla».
De vuelta a las traducciones que Cardenal hiciera de Marcial y Catulo, es evidente el feliz contagio no sólo del formato breve y conciso, sino también en el uso de un lenguaje directo, corrosivo, irreverente, sin escatimar los lances para poner en evidencia a los ridículos que se inmolan al signo utilitario de los tiempos:
«Tú has trabajado veinte años / para reunir veinte millones de pesos. / Pero nosotros daríamos veinte millones de pesos / para no trabajar como tú has trabajado».
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Escritos en su natal Managua entre 1952 y 1956, los Epigramas de Cardenal se publican hasta 1961 en México. Los poemas de marcadas referencias políticas habían circulado clandestinos en su país, pero con el tiempo todo esto se ha vuelto irrelevante, dada la originalidad que los vuelve ahora universales.
La gran aportación de Cardenal con sus Epigramas radica en que no se quedan bajo la sombra de los autores clásicos, pero tampoco caen en la ocurrencia efímera del momento: el poeta nicaragüense otorga con vitalidad una reelaboración que se alimenta, a la vez que enriquece, la tradición del género.
Es Imitación de Propercio: «Yo no canto la defensa de Stalingrado / ni la campaña de Egipto / ni el desembarco de Sicilia / ni la cruzada del Rhin del general Eisenhower: // Yo sólo canto la conquista de una muchacha. // Ni con las joyas de la Joyería Morlock / ni con perfumes de Dreyfus / ni con orquídeas dentro de su caja de mica / ni con cadillac / sino solamente con mis poemas la conquisté. // Y ella me prefiere, aunque soy pobre, a todos los millones / de Somoza».
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Está claro que hay figuras literarias que pasan a la posteridad por uno o dos libros memorables; otros, por una obra extensa que trasciende en una serie de títulos, digamos, en una larga y generosa conversación con sus lectores.
Desde mi particular punto de vista, el legado poético de Cardenal es tan amplio, tan felizmente disperso como esas conversaciones que van desde las aproximaciones informales a los formalismos en la tradición literaria universal.
Sin embargo, creo que sin aquella juventud, a la vez solitaria y combativa, que se concentra en los Epigramas, el poeta nicaragüense sería otro, no irreconocible, genial, pero en definitiva otro menos entrañable.
Cardenal es, sencillamente, sus epigramas, y desde aquellos versos publicados profetiza su propia posteridad, más allá incluso de los desgastados espejismos del progreso, «cuando las gasolineras sean ruinas románticas».
Esta última línea, a la luz de los autos eléctricos que empiezan a circular, nos hacen ver que quizá faltan pocos años para que este verso se cumpla cabalmente; pero hay algo todavía más importante que se profetiza en estos poemas y es el privilegio cotidiano de la belleza, la única que permanece (paradójicamente) efímera y eterna en el tiempo y en el mundo:
«Recuerda tantas muchachas bellas que han existido: / todas las bellezas de Troya, y las de Acaya, / y las de Tebas, y las de la Roma de Propercio. / Y muchas de ellas dejaron pasar el amor, / y murieron, y hace siglos que no existen. / Tú que eres bella ahora en las calles de Managua, / un día serás como ellas de un tiempo lejano, / cuando las gasolineras sean ruinas románticas».
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El escritor venezolano Guillermo Sucre, en su libro La máscara, la transparencia (1975), fue de los primeros críticos en hacer énfasis y tocar la esencia de los epigramas de Cardenal, su trascendencia; de esta forma, subraya magistralmente que son «un acto de rebelión individual, irónica y sarcástica, fundada sobre todo en el poder marginal de la poesía y del amor humano».
Cierro entonces estas notas, contrastando precisamente esas dos instancias: por un lado, la rebeldía, que se apresura agresiva y punzante; y por el otro, aquel espacio íntimo, amoroso, donde el poeta parece hacer una tregua con la vida.
Empiezo entonces transcribiendo algunos versos corrosivos, combativos, callejeros, esos que aluden y se mantienen fieles al momento histórico que los anima:
«Yo he repartido papeletas clandestinas,/ gritando: ¡viva la libertad! en plena calle / desafiando a los guardias armados. / Yo participé en la rebelión de abril: / pero palidezco cuando paso por tu casa / y tu sola mirada me hace temblar».
Y finalizo ahora con este poema, donde el joven enamorado, el Cardenal de puertas cerradas y habitaciones sombrías, se rinde ante la desesperada «realidad» de sus sueños:
«Me contaron que estabas enamorada de otro / y entonces me fui a mi cuarto / y escribí ese artículo contra el Gobierno / por el que estoy preso».
Los Epigramas de Cardenal concilian así al hombre público y al solitario, pero sobre todo hacen evidente que el mundo clásico de la literatura puede ser leído no sólo en forma creativa, sino mejor aún, entrañable.
Aquellos poemas que empezaron circulando clandestinamente en las calles de Managua andan por el mundo libremente y seguirán refiriendo al joven poeta cuyo natalicio celebrará sus primeros 100 años.